domingo, 26 de agosto de 2012

América latina en el Hollywood Bowl




Por José Pablo Feinmann
El mismo día que Sergio Tiempo deslumbró a todos en el Teatro Argentino de La Plata con el Concierto para piano Nº 1 de Alberto Ginastera, trepó a un avión y se bajó en el Hollywood Bowl. Tal vez no haya sido exactamente así, pero así fue. Tenía que tocar el mismo concierto bajo la batuta de su amigo y compatriota Gustavo Dudamel, el Nº 1 de todos los directores de orquesta en esta segunda década del siglo XXI. Dudamel se inició dirigiendo y formando a la Orquesta Juvenil Simón Bolívar, de Venezuela. Esa orquesta es simplemente poderosa. Y bajo la conducción de Dudamel puede hacer milagros, y los hace. El repertorio que abordan con más brillantez es latinoamericano. Hacen el Danzón Nº 2 del mexicano Arturo Márquez, una obra tan contundente que echó sombras sobre la restante producción de su autor. Se divierten con los mambos de Pérez Prado. Sobre todo con el Mambo Nº 5, que es una cosa bien seria. Tocan la Suite del ballet Estancia de Alberto Ginastera con un ritmo que le vuela a uno la sesera. Tocan, también (¡y cómo!), el inspirado Mambo que Leonard Bernstein escribió para West Side Story y que figura en las Danzas Sinfónicas de esa sólida comedia musical. La Orquesta Juvenil Simón Bolívar y el surgimiento del sin duda genial Gustavo Dudamel dicen más del fascinante país venezolano que cualquier propaganda o cualquier diatriba. Porque dicen: de la tierra de Chávez puede surgir libremente, ya que libremente se ha formado, un eximio director de grandes orquestas sinfónicas. Y conquistar el mundo.
El jueves 16 de agosto, tres latinoamericanos tomaron posesión genuina del Hollywood Bowl. Dudamel al frente de la Filarmónica de Los Angeles, Sergio Tiempo (argentino-venezolano, nació en Venezuela porque su padre es diplomático y anda –como todo diplomático– cambiando las geografías como si fueran fotos turísticas de bellos paisajes) con sus dedos veloces, certeros, y Alberto Ginastera con su espléndido, endiablado Concierto para piano Op. 28. Dudamel empezó (para disgusto de la CIA y el Tea Party) con algo que los críticos norteamericanos definieron como “una rareza para nosotros, pero no para él”. No, para Dudamel no. Para Dudamel era la estupenda Toccata Sinfónica Nº 1 de su compatriota Juan Carlos Núñez. Con piezas de este brillo y esta dificultad empezó el despegue de las orquestas sinfónicas juveniles en Venezuela. En suma, Dudamel inicia el concierto en el Hollywood Bowl con lo más genuino que le late en la sangre: la música de su país. A ese país no lo piensa dejar atrás por la gloria que el mundo le ofrece hoy arrojándose a sus pies, llenándolo de elogios y dólares. Suele hablarle al público (otra prueba de su falta de solemnidad) y su pronunciación del inglés es notoriamente –y sospecho: deliberadamente– horrible. “How arrrrrre you tonite?”. El público se muere por él. Lo aplaude con devoción. Cierta vez, Lyl Tiempo le dijo: “Mirá, Gustavo, vos vas a triunfar por tu gran talento, pero sobre todo por esos hoyuelos que se te hacen cuando sonreís”. Dudamel derrocha carisma. Es joven, dirige con pasión. Va de Mahler a Pérez Prado. De Beethoven al mambo de Bernstein. Hizo una “Gershwin Celebration” en el Carnegie Hall. Empezó con el vértigo de la Obertura Cubana (cuya orquestación deslumbra) y luego apareció Herbie Hancock, el gran Herbie Hancock, y se metió con la Rhapsody in blue. La tocó con la partitura sobre el piano y ralentando los pasajes de bravura, pero ¡con un swing! En los pasajes solistas, Dudamel lo mira con una ternura, con una admiración conmovedoras. Y, por fin, ya solo en el podio, le habla al público y le habla como los latinos hablan inglés: con la boca muy abierta. “Well, let’s do some morrrrre music. What about?”. Hace una pausa, inclina la cabeza como si dudara, y dice: “An American in Paris?”. El público ríe, atrapado por ese mago que desborda carisma, porque con el que tiene hasta puede regalar, y aplaude y grita: “Yes!” “Okay”, dice Dudamel, se da vuelta, eleva su pequeña batuta y da la orden de largada.
Entre los dos, él y Sergio, hicieron el Concierto Nº 1 de Ginastera. Qué difícil es. No para Sergio, sino para el que tiene que escucharlo. A Sergio no le tomó mucho tiempo tenerlo listo, en dedos. Sospecho que no lo entusiasma como los preludios de Chopin o el Nº 3 de Rachmaninoff o los Cuadros de una exposición de Mussorgsky, cuya notable versión está accesible en disquerías (creo: porque el desdén por la cultura ha devastado este mundo y Mussorgsky olvidó ponerle efectos especiales a su partitura), pero Ginastera no dejó de seducir a su intérprete y sobre todo al público. Acaso porque el último movimiento –una Toccata concertata, que suele durar no más de seis minutos– ¡tiene efectos especiales! Explota como esas explosiones de las que abusa Hollywood desde que apareció Bruce Willis con Die Hard. (Ahora, coherentemente quizás, es un torpe facho amigo de Glenn Beck y el Tea Party y su lema de guerra es: Live free or Die hard.) En fin, fuck Willis. Tenemos mejores cosas de las que hablar: la Toccata concertata de Ginastera. Si bien todo el concierto es atrayente, ya misterioso o seductor o explosivo, con largos silencios, climas, ya con una orquestación imprevisible en que aparecen sorpresivos toques de trompetas asordinadas o timbales lejanos, es en la Toccata –el último movimiento de una obra que araña los treinta minutos, según quien la toque–, con las octavas del piano, descendentes hasta arrinconarse en los bajos y martillarlos sin piedad o en las disonancias terribles de una orquesta salvaje, donde todo estalla y el compositor lleva al auditorio a un caos dionisíaco que, lejos de apabullarlo, lo eleva hasta más allá de sí, hasta perder el principio de individuación y dejarse volar el cuerpo (todo el cuerpo, sobre todo esa mente de la represiva cultura que impuso la burguesía y que denunciaron Nietzsche en la Genealogía de la moral, Freud en El malestar en la cultura y Adorno y Horkheimer en la Dialéctica del iluminismo con la parábola de Odiseo atado a ese mástil, escuchando el canto de las sirenas pero negándose a enloquecer, a perderse en esa belleza infinita).
Dudamel combinó las obras de Núñez y Ginastera con la Tercera sinfonía del norteamericano Aaron Copland estrenada en 1946 y que era lo que en ese año sólo podía ser: un canto a la victoria de las fuerzas norteamericanas en la Segunda Guerra Mundial. Copland fue profesor de Ginastera y parte de esa sinfonía (la Tercera) la compuso en México. Es un compositor que no me atrae mucho. Pese a obras apreciables y seductoras como Billy The Kid (1936), Rodeo (1942), Fanfare for the common man –que forma parte de la Tercera sinfonía, pero suele tocarse sola– y la más célebre de todas: El salón México (1936) que Ricardo Montalbán toca (o hace que toca porque está doblado) en un film mediocre de Esther Williams. Su concierto para piano es sencillamente malo y copia (también mal) al de Gershwin. Sin embargo, estaba destinado a figurar en ese concierto en que Dudamel buscó unir “a las Américas”, ya que si hay algo que une a los hombres es la música, esa “ventana a Dios”.
Sergio regresa a Buenos Aires y nos encontramos junto con Lyl, su madre y su maestra. Sergio, dijimos, es argentino hasta la médula. No bien le pregunto qué quiere comer, ruge: “Carne, ¡carne!”. Viene hastiado de comer nuestro alimento patrio o de comerlo mal aun en los mejores lugares. “No hay carne como aquí, en ninguna parte”, dice. Lo llevé a Rodizio, en Puerto Madero. No por Puerto Madero, sino por la carne de ese lugar, que es abundante y roja, como a Sergio le gusta. Además, Juan Toselli es amigo, se devora mis libros como yo sus achuras o su buffet frío. Pero Sergio sólo quiere carne. Mientras come, hablamos. Sigue amando a Argerich, su primera y ya lejana maestra: “Es Dios, hizo grabaciones definitivas. La Sonata de Liszt, por ejemplo. Eso ya está. Lo podrán tocar otros. Pero ya está. Su versión es la perfecta”. Le traje un CD. Siempre lo vuelvo loco para que toque la “Segunda rapsodia”, de Gershwin. “Es para orquesta con piano. De acuerdo, Gershwin se equivocó en eso. Tal vez no le dio primacía al solista. Pero tenés que tocarla. Le arrojó una sombra terrible la ‘Rhapsody in Blue’, pero olvidate de eso: es genial y vas a ser uno de los pocos en tocarla. Y la vas a tocar mejor que nadie.” Al fin se adueña del CD y se lo pone al lado. De pronto le da una palmada bastante fuerte con su mano izquierda. “Bueno”, dice. “Pero, ¿tiene swing?” (Caramba, ¿tiene swing la Segunda Rapsodia?) Un poco le miento: le digo que sí. “¿Mejor no toco el Concierto en Fa?” “Ni loco. El Concierto en Fa ya lo toca medio mundo. La Segunda Rapsodia va a ser tuya.” Ya no me contesta: le acaban de traer un trozo de vacío irresistible. Empieza a comer como un sediento que por fin encuentra un oasis irresistible, mágico. Sospecho que otra vez se olvidó de la Segunda Rapsodia. Pero, ¡cómo nos divertimos esa noche! Estoy escribiendo un libro sobre los medios de comunicación. Y un capítulo se llama: “Marcelo Tinelli o la jubilosa apoteosis de la culocracia”. Les leo “Gracias y desgracias del ojo del culo”, de Francisco de Quevedo y Villegas. Y luego el “Poema del pedo”. No hay palabras. Nos reímos casi con impudicia. La poesía (aun en la forma pagana y frontal con que Quevedo la ejerce aquí) también es “una ventana a Dios”. O al infierno. Como la Toccata concertata de Ginastera que los dedos de Sergio hicieron explotar en el Teatro Argentino de La Plata para los suyos, los argentinos.

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