martes, 7 de agosto de 2012

Ídolo por siempre

Carlos Monzón cumpliría hoy 70 años. Merced a sus logros incomparables, Escopeta se convirtió en el más grande boxeador profesional de nuestra historia y, además, es el púgil argentino que goza del reconocimiento más alto, respeto y admiración en todo el mundo.

    

  

    




Julio M. Cantero
El sábado 7 de agosto de 1942, fue una jornada invernal muy fría y húmeda en San Javier, provincia de Santa Fe. Las misas oficiadas cada dos horas y la procesión vespertina en honor a San Cayetano, santo patrono del Trabajo, cuya festividad se celebra en esta fecha, ocuparon a casi todos su habitantes –sin distingos de clases sociales– durante gran parte del día. Por la noche, la temperatura descendió aún más y, encima, la fuerte lluvia que, proveniente del sur, comenzó a empapar algunos rincones de uno de los muy humildes ranchos –de los exactamente 12 que componían el barrio La Flecha, en la periferia del pueblo, a casi 20 cuadras hacia el sur de la plaza principal–, la hacía más desapacible aún.

Este rancho era de cuatro habitaciones unidas por un alero, con techo a dos aguas de paja brava. Pero, en el interior del mismo, la preocupación no eran la lluvia –tampoco las goteras, ya que un par de ollas y baldes alcanzaban para mantenerlas a raya– ni, tampoco, el frío reinante. Es más, Amalia Ledesma de Monzón –de 32 años y 28 días– no lo sentía, ya que estaba en pleno trabajo de parto de su 8º hijo, acostada en el piso de tierra de su pieza, sobre una colcha que algunas vecinas –las que se acercaron para ayudar en lo que fuera necesario–, habían colocado debajo de ella. En esos años, así parían a sus hijos muchísimas mujeres, tanto las humildes como las de más elevadas posiciones sociales. Es que el colchón de la cama, por más buena calidad que tuviera (aunque no era el caso del de los Monzón), se hundía, y no permitía que la parturienta pudiera hacer fuerza correctamente, desperdiciando energías. En cambio, en el suelo, duro y bien apisonado –como el del rancho donde vivía Amalia con su marido Roque y sus otros siete hijos–, el parto se facilitaba.

Los dos braseros de los Monzón fueron abastecidos con leña y carbón –que Roque, quien cumplió 38 años nueve días después de este nacimiento, conseguía en la estación de ferrocarril del pueblo– y, sobre los mismos, sendas ollas con agua caliente esperaban al bebé para que la comadrona lavara al recién llegado y, luego, lo abrigara para darle y mantener el máximo de calor posible. Eran cerca de las 22 y, tras muy pocos minutos de esfuerzo de Amalia, donde no hubo ningún tipo de complicaciones, nació Carlos Monzón.

“¡Macho!”, dijo doña Norberta Flores, la partera que ayudó a Amalia a traer al mundo a su 8º hijo (el 6º varón y el 4º que nacía en San Javier), el que lloraba a más no poder.

“¡Qué largo es el guacho!”, acotó una de las vecinas, al ver la longitud de los brazos y piernas del recién nacido, de marcada tez cobriza y de cabello hirsuto y renegrido.

Doña Norberta tomó la medida de cuatro dedos desde el ombligo, ató fuerte con hilo sisal y, con un escalpelo (que había desinfectado –por así decirlo– hirviéndolo aunque, algunas veces, lo hacía limpiándolo con un algodón empapado en alcohol) cortó el cordón umbilical. Doña Norberta, más conocida como la Abuela, llamada así por todos –como incluso lo haría Carlos en su infancia–, ya había ayudado a Amalia cuando parió a Inocencio, Marta Elsa y Alcides René, los tres hijos que habían nacido en este pueblo. Y no sólo eso: la asistió también con los de Elva Yolanda, Delia Beatriz y Edgardo Reyes, los tres que siguieron a Carlos. Es decir, fue la partera de los siete hermanos Monzón que vinieron al mundo en San Javier. No lo hizo con los cuatro mayores –Zacarías, Nicéforo, Rosa y Rosendo Albino– ya que, los tres primeros, nacieron en Saladero Cabal y, el 4º, en Colonia Macías–, como tampoco con Reynaldo Oscar y con Víctor Hugo, los más pequeños de los 13 hijos que conformaron la descendencia de Roque y Amalia, porque ambos nacieron en la ciudad de Santa Fe.

Según consta en el acta Nº 183, el nacimiento del futuro monarca absoluto e indiscutido de los medianos fue certificado por Enrique Rivas, jefe del Registro Civil de San Javier en 1942.
  
Absolutamente siempre la peleó
Carlos Monzón –al igual que sus abuelos paternos y maternos, sus padres, y diez de sus 12 hermanos–, vino al mundo en una región históricamente postergada, conformada actualmente por los departamentos San Javier y Garay, los que integran una zona de nuestra provincia conocida como la de la Costa. Todas las familias tenían un denominador común: eran muy pobres, con sus múltiples carencias potenciadas por la falta de trabajo y, además, muy numerosas donde, para varios de sus integrantes, comer todos los días era un auténtico lujo.

Éstas fueron las verdaderas raíces de Carlos y, por eso, jamás aprendió a vivir: simplemente, sólo supo pelearla por sobrevivir. Escopeta nunca tuvo una infancia, adolescencia y, ni siquiera, una juventud. Cuando algunos niños de su edad dormían confortablemente abrigados, alimentados y vacunados, él estaba trabajando para que, si la fortuna lo acompañaba, esa noche pudiera irse a la cama con algo en su estómago, y no vacío, como varias veces le pasó...

Por ello, siempre recordaremos a Carlos desde sus humildísimos orígenes, hasta ser especialmente invitado a cenar en el palacio del príncipe Raniero III de Mónaco; con una infancia sin juguetes y 3º grado incompleto, hasta ser recibido por presidentes, millonarios y figuras del jet set mundial; el que fue una persona con un corazón enorme, al que muchos mandaron a la hoguera por algunos errores que cometió (¿cuántos podrían tirar la primera piedra?); un padre que se conmovía con sus hijos como jamás pudo hacerlo ningún rival en más de 17 años sobre todos los rings del país y el mundo; un hombre que amó y fue amado e idolatrado por muchos, que fue crucificado por otros tantos y que, simplemente, quería alcanzar lo que recién –y solamente ahí– tuvo en su morada final: paz.

¡Felices 70 años en el cielo, eterno e incomparable campeón!

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