sábado, 14 de julio de 2012

Hoy 14 de julio nuestro recuerdo para la Revolución francesa en esta fragmento de mi libro "1810".

La Revolución Francesa

Por Felipe Pigna



El siglo XVIII fue testigo de la culminación del absolutismo monárquico en Francia, iniciado durante el reinado de Luis XIV, cuando la nobleza francesa fue atraída a Versalles, se embriagó en la pompa de la vida cortesana y fue paulatina y cuidadosamente aislada de sus bases territoriales. Luis XIV pronto alcanzó un poder incuestionable, sustentado en la doctrina del origen divino de la autoridad real. En sus Memorias sobre el arte de gobernar, dedicadas a su hijo, afirmará: “Todo poder, toda autoridad reside en manos del rey. Sólo debe haber en el reino la autoridad que él establece. [...] Dios, que os ha hecho rey, os dará las luces necesarias”.
Pero hacia 1789, Francia había perdido el brillo de su imperio colonial. A lo largo del siglo XVIII se había visto envuelta en una serie de guerras desastrosas, que significaron la pérdida de la mayor parte de sus posesiones de ultramar y el agotamiento de los recursos. 
La delicada situación financiera se agravó a partir de 1784 por una serie de malas cosechas que dispararon a las nubes el precio del pan. En vísperas de la revolución, para comprar el producto de primera necesidad los sectores populares debían desembolsar el 50 por ciento de sus ingresos. Los ministros de finanzas se sucedían sin encontrar rumbo y la ineficacia y la injusticia estaban a la orden del día. El régimen se basaba en los privilegios de la nobleza y del clero, y la arbitrariedad era moneda corriente. Una simple orden real era suficiente para desterrar o encerrar a cualquiera de por vida, sin cargo ni proceso alguno. 
La mayoría de la población, la productora de la riqueza, estaba condenada por el sistema a la miseria, pero el rey y la nobleza ostentaban, imperturbables, un lujo y un despilfarro dignos del esplendor de otras épocas. Desde 1774 reinaba Luis XVI, cuyas responsabilidades excedieron largamente sus escasas luces. Fue evidentemente incapaz de capear con eficacia un temporal que terminaría por minar las bases mismas de la monarquía francesa y la sociedad estamental que la sustentaba.
Hacia 1789 la sociedad estaba compuesta por tres sectores sociales llamados estados u órdenes. Mientras los órdenes privilegiados –la Iglesia y la nobleza– estaban exentos de la mayoría de los impuestos y gozaban de grandes beneficios, el aporte de fondos para la mantención del reino recaía sobre el tercer estado, especialmente sobre la naciente burguesía y los campesinos. Los distintos impuestos y cargas fiscales llegaron a absorber hasta el 70 por ciento del ingreso de estos sectores que carecían de derechos políticos.
Ante los apuros económicos, la nobleza intentó ampliar aun más sus privilegios, pretendiendo acaparar tierras colectivas y la casi totalidad de los puestos del gobierno, y se mantuvo intransigente cuando los ministros del rey intentaron aplicar reformas para paliar la crisis. La situación se agravó, propiciando la agitación pública. Las ideas de la Ilustración, que se difundían en los diferentes sectores de la sociedad, calaron hondo en algunos miembros del tercer estado, que pronto se sumarían a la lucha por el cambio. Uno de sus representantes más emblemáticos, el abate Emmanuel Joseph Sieyès, reflexionaba en el panfleto “¿Qué es el tercer estado?” a principios de 1789: 
¿Qué esperaban esos privilegiados? [...] ¿Pretendían servirse del pueblo… sólo como un instrumento sin voluntad para ampliar y consagrar la aristocracia? [...] En otros tiempos, el tercer estado era siervo y el orden noble lo era todo. Hoy, el tercer estado lo es todo y la nobleza es sólo un nombre. Pero debajo de este nombre se ha introducido una aristocracia nueva e insoportable, y el pueblo tiene razón si ya no quiere aristócratas. 

Tras muchas presiones, Luis XVI convocó a los Estados Generales, una asamblea donde estaban representados los tres órdenes, que se reunió el 5 de mayo de 1789. Cuando se planteó el problema de cómo debían tomarse las decisiones al interior de la asamblea, los órdenes privilegiados defendieron el tradicional sistema de votación por estamento, mediante el cual los miembros del tercer estado –pese a representar al 98% de la población– quedaban en minoría. Los diputados del tercer estado intentaron que se votara por diputado, pero al no llegar a un acuerdo, se constituyeron en Asamblea Nacional. 
Cuando, por orden real, se quiso expulsar de la asamblea a los representantes del tercer estado, éstos se retiraron a un edificio que solía usarse como cancha de pelota, y el 20 de junio juraron no separarse hasta haber sancionado una Constitución. En un principio, Luis XVI pareció aceptar la situación, pero en realidad intentaba ganar tiempo para dar un golpe de fuerza. El complot aristocrático y la movilización de tropas alarmaron al pueblo de París, que salió a la calle y el 14 de julio de 1789 tomó la prisión de la Bastilla, donde se almacenaba la pólvora de la capital.
El rey se vio forzado a aceptar la nueva situación y la Asamblea comenzó a producir cambios importantes. El 4 de agosto fueron abolidos muchos de los privilegios feudales. Se derogaron los diezmos y los tributos que pagaban los campesinos. También fueron abolidos la servidumbre y los privilegios de caza de los nobles. El 26 de agosto de 1789 se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que sostenía que todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Se estableció la división de poderes y se garantizó la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión, la igualdad ante la ley y la libertad política y religiosa. La Iglesia sufriría otro duro golpe con la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la Constitución civil del clero, que obligaba a obispos y sacerdotes a someterse a la autoridad del Estado. 
Cuando en junio de 1791 Luis XVI intentó huir de Francia, los revolucionarios apuraron la sanción de una Constitución que establecía la monarquía constitucional y proclamaba el 3 de septiembre de 1791: 
Ya no hay nobleza, ni dignidades, ni distinciones hereditarias, ni distinciones de órdenes, ni régimen feudal, ni justicias patrimoniales, ni ninguno de los títulos, denominaciones y prerrogativas que se derivan de allí, ni ninguna de las corporaciones ni condecoraciones para las que se exigían pruebas de nobleza o que suponían distinciones de nacimiento. 

Sin embargo, por su carácter restrictivo, la Constitución de 1791 estaba lejos de representar la voluntad popular. Los derechos políticos estaban limitados a los varones, mayores de 25 años, que pagaban un impuesto directo equivalente a tres jornadas de trabajo. Lejos de representar a las masas, fue la expresión política de la burguesía, que pujaba por obtener un lugar en la sociedad francesa y su parte en el manejo de los resortes del Estado. 
Tras nuevas maniobras de Luis XVI y el ataque de los ejércitos austríaco y prusiano, la revolución se radicalizó. El rey fue encarcelado y se proclamó la República. El gobierno de la capital pasó a manos de la Comuna de París. Las matanzas de septiembre de 1792 –en las que unas 1.500 personas fueron masacradas– constituyen una de las páginas más sombrías de la revolución. Luis XVI sería ejecutado en la guillotina el 21 de enero de 1793. 
Los jacobinos o montañeses –las facciones más radicales– pronto ganaron el control de la Convención, una asamblea general a cargo del gobierno desde septiembre de 1792. Robespierre, Marat y Dantón llevaron adelante medidas populares, como la imposición de precios máximos, la devolución a los municipios de las tierras usurpadas por los nobles y la abolición de los impuestos feudales. Una gran cantidad de opositores fueron ejecutados en la guillotina. Fue el período conocido como el “Reinado del Terror”, que se extendió entre el verano de 1793 y el de 1794. 
En 1795 una nueva Constitución republicana estableció en Francia el Directorio. Se trataba del triunfo de la facción denominada “la Llanura”, donde prevalecían las ideas moderadas que fueron inclinando la balanza cada vez más hacia el conservadurismo, deshaciendo en gran medida la obra de los jacobinos. Durante esta etapa, creció el descontento popular, al que se sumó la amenaza permanente de las monarquías europeas enemigas de la Revolución. 
Una nueva crisis financiera dispararía la inflación, exacerbando el desánimo de los franceses y generando un escenario propicio para el surgimiento de un líder salvador. No tardaría en llegar. El 9 de noviembre (18 brumario, según el calendario revolucionario) de 1799, Napoleón Bonaparte dio un golpe de estado y derribó al Directorio. Aunque hablaba con el lenguaje revolucionario y proclamaba la soberanía popular, Napoleón restableció la monarquía, se proclamó emperador y se rodeó de una nueva nobleza, integrada por burgueses, familiares y amigos. Gobernaría Francia durante quince años.
El historiador E. J. Hobsbawm sostiene: 
Si la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia de la Revolución Industrial, su política e ideología se formaron principalmente bajo la influencia de la Revolución francesa. Inglaterra proporcionó [...] el explosivo económico que hizo estallar las tradicionales estructuras económicas y sociales del mundo no europeo; pero Francia hizo sus revoluciones y le dio sus ideas. [...] Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo. Francia ofreció el primer gran ejemplo, el concepto y el vocabulario del nacionalismo. Francia proporcionó los códigos legales, el modo de organización científica y técnica. [...] La ideología del mundo moderno penetró por primera vez en las antiguas civilizaciones, que hasta entonces habían resistido a las ideas europeas, a través de la influencia francesa. Esta fue la obra de la Revolución Francesa. 

La sociedad aristocrática del Antiguo Régimen, organizada en torno al privilegio, dio paso la sociedad burguesa, fundada en la por lo menos teórica igualdad. Esa igualdad no se refería obviamente a los aspectos económico y social, sino a ciertos derechos civiles disfrutables sobre todo por la clase social impulsora del cambio. De todas maneras, sin dudas, la Revolución significó un gran avance en la lucha contra el absolutismo teocrático; el establecimiento del sistema republicano y la Declaración de los Derechos del Hombre, más allá de la voluntad de sus inspiradores, sentaron las bases para futuras luchas por la inclusión de toda la sociedad en el disfrute de los derechos fundamentales del ser humano sin distinción de clases.

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